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miércoles, 13 de diciembre de 2017

POESÍA Y FÚTBOL


Gabriel Celaya sabía que un poeta, ante todo, le debe fidelidad a su poesía. Es lo poco que trae al mundo bajo el brazo, será el pan de cada día, y lo único que se llevará a la tumba. Puede odiarla o incluso maltratarla, pero nunca traicionar su lealtad. Ese día, el poeta estará perdido, no le quedará nada en los bolsillos, habrá muerto. Por eso maldijo la poesía como lujo cultural, y a todos esos poetas neutrales que se lavaban las manos. Por eso maldijo la poesía que no tomaba partido; la suya siempre lo tomó: ser poeta, para él, nunca fue un oficio, sino una conducta. Celaya sabía que, como el poeta, el hincha podía odiar sus colores en algunos partidos, o incluso maltratar el escudo tras algunas derrotas. Pero nunca podía traicionar la fidelidad a su club. Ese día, el aficionado estaría perdido, no le quedaría nada en los bolsillos, habría muerto.

Por eso él decidió tomar partido: cinco días después del segundo encuentro de la final del Campeonato de España de 1928, le dijeron que Rafael Alberti había escrito una oda alabando la actuación de Ferenc Platko. Celaya bajó al quiosco y se hizo con un ejemplar de La Voz de Cantabria. El poema ocupaba toda la portada de aquel 27 de mayo. Cuando terminó de leerlo, su primer impulso fue agarrar la pluma; pero se contuvo: un contraataque necesita de una mínima pausa para ser letal. «Nadie se olvida», había escrito Alberti, y Celaya tampoco olvidaba. Él también había estado en la grada del Sport del Sardinero en el primero de los partidos y había visto con sus propios ojos los goles de Mariscal y Samitier. Y el fortuito encontronazo entre Platko y Cholín que había inspirado la oda. Reconocía la valentía del portero al volver con aquel aparatoso vendaje; pero de ninguna manera que el Barcelona hubiese arrancado un empate solo por sus paradas.

Releyó la oda y no encontró rastro de los penaltis no señalados a su favor. «Nadie se olvida», había escrito Alberti, o quizás cada uno olvida lo que no quiere recordar. Por no olvidar, Celaya incluso recordaba los dos partidos que habían jugado contra los culés en la fase de clasificación del grupo III: en Les Corts, la Real había tenido que hincar la rodilla ante un contundente 4 a 1, pero en Atocha habían demostrado estar a la altura con un épico 5 a 4. Tampoco olvidaba el segundo encuentro de aquella final: un desempate jugado dos días después que había vuelto a terminar en empate, con goles de Kiriki y Piera. Y empatado también a expulsados: Guzmán por parte de los catalanes y Cholín, de los donostiarras.

Mientras cerraba el periódico, todavía no había campeón. El F.C. Barcelona debería esperar hasta el 29 de junio para saber si se quedaba el trofeo en propiedad. Siete futbolistas txuri-urdineshabían sido convocados para los JJOO de Ámsterdam. Ninguno culé, ellos ya eran profesionales. De eso tampoco hablaba la grandilocuente oda de Alberti.

«Nadie se olvida», había escrito Alberti, y Celaya, por no olvidar, recordaba los balones que se colaban en la fábrica de su padre. Múgica tenía una sede pegada al estadio de Atocha y, «como entonces se jugaba bombeado», solía contar Celaya, «nos rompían los cristales a pelotazos. Recuerdo la conserjería llena de balones, que mi padre no devolvía si no le daban cinco duros por cada uno».
UN CONTRAATAQUE POÉTICO
El 25 de agosto de 1984, El Diario Vasco anunciaba que, en San Sebastián, se avecinaban jornadas de fútbol y fiesta. Ese día arrancaban los multitudinarios actos para conmemorar el 75 aniversario de la Real Sociedad. Por la mañana, se había programado una misa en Santa María, a la que siguió la inauguración de la exposición fotográfica en el Museo de San Telmo, y la proyección de una película con los mejores momentos de la historia del club. A última hora de la tarde, la Real se enfrentaría en Atocha, en partido amistoso, al Boca Juniors.
Benito Díaz, Amadeo Labarta, directivos, exfutbolistas y periodistas habían acudido al acto. También un poeta de pelo cano y rizado, y sonrisa bonachona. Finalizada la proyección de la película, Iñaki Alkiza lo llamó. Un poco avergonzado por los aplausos, Gabriel Celaya subió al estrado y se plantó frente al micrófono. Desdobló un papel con mano temblorosa y se lo colocó a la altura de la cara, como si quisiera esconderse tras él.

Casi cincuenta años después de aquella final de 1928, Celaya decidió que había llegado el momento de contraatacar poéticamente a la oda de Rafael Alberti. «Mi Real Sociedad», escribió Luis de Andia en El Diario Vasco al día siguiente, «como titula Gabriel Celaya los apresurados versos escritos —a petición de Gloria Abanda—, y con motivo del aniversario que hoy abre sus celebraciones oficiales».

Y continuaba:
«Gabriel Celaya, hincha confeso de la Real Sociedad, leyó allí mismo el poema. […] Visiblemente emocionado, la garganta se le atascó al ir a leer el poema dedicado a aquellos jugadores con los que viajó a Santander: «Está dedicado, sobre todo», —dijo— «a la Real de mis años de infancia. Jugadores que para nosotros —casi se ahoga en un sollozo de emoción, respira y musita aun con el temple descontrolado— eran dioses». Se exculpa Celaya: «Me pongo cursi y hasta me emociono…». Y lee una bella poesía con sentimiento y forofismo».

Mientras recitaba el poema, con el rostro parapetado tras el folio arrugado, Celaya dibujaba aspavientos con el brazo derecho en el aire que acompañaban el vuelo de sus palabras:
Recuerdo que de niño, socio de la Real,
desde la grada Norte, les veía jugar. 
Y siempre con apuros contra la Real Unión.
¡René Petit, Patricio, Gamborena, Emery! 
Nunca había manera de meterles gol.
Ni Yurrita, ni Jauregui podían conseguirlo.
Ni Izaguirre y Arrate defendernos al fin.
Y recuerdo también nuestra triple derrota
en aquellos partidos frente al Barcelona
que si nos ganó, no fue gracias a Platko,
sino por diez penaltis claros que nos robaron.
Camisolas azules y blancas volaban
al aire, felices, como pájaros libres,
asaltaban la meta defendida con furia
y nada pudo entonces toda la inteligencia
y el despliegue de los donostiarras
que luchaban entonces contra la rabia ciega,
y el barro, y las patadas, y un árbitro comprado.
Todos lo recordamos y quizá más que tú,
mi querido Alberti, lo recuerdo yo,
porque estaba allí, porque vi lo que vi,
lo que tú has olvidado, pero nosotros siempre
recordamos: ganamos. En buena ley, ganamos
y hay algo que no cambian los falsos resultados.
EL POETA SIN LIBROS
Un poema puede ser fulminante como un contraataque y acuchillar al lector cuando menos se lo espera. Un poema puede cantar la victoria que siempre esconde una derrota.

Gabriel Celaya sabía que ser un poeta de verdad daba miedo porque el verdadero poeta no se canta a sí mismo, sino que asume la pena de todo lo existente. Mientras que Alberti había alabado al héroe, él elogió al nosotros, al equipo. Sabía que daba miedo decir en voz alta lo que el mundo se empeñaba en silenciar, pero nunca se calló los robos arbitrales fuera ni dentro del campo. Su poesía era un arma cargada de futuro, y siempre le fue fiel. Como fue fiel a su amor por Amparitxu. Y a su romance con la Real Sociedad. El día de su boda, solía recordar, el padrino había sido Eduardo Chillida, no solo un escultor de talla mundial, también portero de la Real en la temporada de 1943.

El 12 de junio de 1984, acudió invitado a la presentación del libro La Residencia de Estudiantes, en Madrid. Celaya se sentó junto a Rafael Alberti y charlaron de libros, de los desengaños de la vida, de los años luminosos que habían vivido en aquella residencia junto a Lorca, Unamuno, Neruda o Machado. Celaya recordó la buhardilla donde había montado la editorial Ediciones Norte junto a Amparitxu. Donde había nacido la poesía social. Donde habían traducido a Rilke y Rimbaud. Recordó las 300 pesetas que pagó a Cela por su Viajes por la Alcarria, y los dos poetas rieron. Ninguno de aquellos dos hombres canosos y arrugados se parecía a los dos jóvenes que, aquel lejano 20 de mayo de 1928, habían acudido al Sport del Sardinero para ver el primer partido de la final del Campeonato de España, y lo habían inmortalizado a base de odas.

Ese mismo año le concedieron el Premio Nacional de Literatura. Sin embargo, el galardón no evitó que tuviese que vender todos sus libros —doce mil ejemplares— a la Diputación de Guipúzcoa para costearse los gastos de su enfermedad. «Tras vender la biblioteca de Gabriel», contó Amparitxu a los medios, «ahora vivimos exclusivamente de de muy pequeñas cantidades que recibimos de su editor». Malvivió en la pobreza sus últimos años. Perdió la sonrisa y el apetito. Morir no le daba miedo, pero envejecer lo aterrorizaba.
BRAZALETES NEGROS POR EL POETA TXURI-URDIN
En su entierro, el 20 de abril de 1991, Camilo José Cela dijo: «Es vergonzoso que Celaya haya muerto en la indigencia. Era un poeta importantísimo que debería haber ganado lo suficiente para tener una mínima holgura económica». Pero Celaya había sido un poeta de verdad, de los que es mejor silenciar. En su poema Despedida dijo que quizás cuando muriese, alguien diría: era un poeta, y el mundo, siempre bello, seguiría girando sin conciencia.

Y siguió girando.

El día de su funeral, por la mañana, Amparitxu dio el último paso a su lado y lanzó sus cenizas en Hernani. Celaya había pedido que no las lanzasen al mar, no fuera a ser que una gaviota despistada volase demasiado bajo y se las comiera. Aquella tarde se jugó un partido que, sin duda, no se hubiera perdido: derbi vasco en la Catedral. Aquella tarde —triste, deslucida, enlutada—, «los equipos salieron juntos al terreno de juego», se leía al día siguiente en ElDiario Vasco«luciendo los blanquiazules brazaletes negros en señal de duelo por la muerte de Gabriel Celaya». Los donostiarras no pudieron completar el homenaje con una victoria, aunque eso, a Celaya, poco le hubiera importado: siempre supo que un equipo de fútbol, más allá del triunfo o la derrota, es el reflejo donde se mira su pueblo.

Fuente : http://www.panenka.org/miradas/la-contraoda-del-poeta-txuri-urdin/